martes, 7 de febrero de 2012


(parte 27)

Contrariamente a la tradición del Carmen femenino marcado en su expresión literaria por el genial ejemplo de Santa Teresa, Ana de Jesús no escribió "la vida" que redactaron tantas monjas, infinitamente menos culas y peor dotadas que ella en el manejo de la pluma. Sus cartas conservadas apenas nombran a Juan de la Cruz y el resto de sus pocos escritos, como la mentada crónica de la fundación granadina o su deposición en el proceso de canonización y beatificación de Teresa de Jesús, ya citada, lo hacen sólo puntual y lacónicamente.

El silencio fue tambien la respuesta que al parecer adoptó ante la perspectiva de una posible declaración suya en el propio procesamiento del santo que emprende la descalcez española entre 1614 y 1618. Es, al cabo, una actitud acorde con su personalidad de contemplativa profunda y auténtica, sin necesidad de contar ni contarse, acendrada, al final de su vida, por la sabiduría de la edad y la experiencia, pero de la que querrá justificarse ante su último confesor en Bruselas, Hilario de San Agustín, para que de este modo su callar pueda adquirir un sentido comunicativo, sino completamente inequívoco, al menos recto en su intencionalidad; Ana no quiso hablar de Juan de la Cruz para no hablar de sí misma. Pudo haber, sin embargo, otras razones, entre esta importante de la humildad, recordaba tradicionalmente por la mejor historiografía del Carmen, y de la que dejo escrito Fray Hilario."

El silencio es ambiguo y enigmático, infinitamente elocuente en el orden de la suposición e interpretaciónn en la medida que se intuye la importancia de lo callado. Y la relación entre Ana de Jesús y Juan de la Cruz fue una relación importante. Lejos están en 1614 los tiempos de los desacuerdos entre ambos, en esencia formales, de los años de la Consulta. La imagen de Juan, absolutamente ausente por la muerte en el vivir de Ana, de manera lógica, por sus peculiares características individuales y por la tendencia sicológica de idealización de los seres amados y desaparecidos, debió de engrandarse en su dimensión sobrenatural y estrictamente humana, depurada su conducta ambigua e indecisa de los años inmediatos al capítulo de Madrid de 1591, por su rectificación final, su destierro y desaparación.