jueves, 30 de junio de 2011


En la Pascua de 1571 en la recreación canta la joven Isabel de Jesús (Jimena) el famoso “Véante mis ojos/dulce Jesús bueno...” y ocurre uno de los más célebres éxtasis de Santa Teresa[10]. Es Ana de Jesús quien la cuida.

Cuando la Santa parte a Medina a arreglar unos asuntos deja por encargada de las novicias a la connovicia Ana de Jesús y recomienda a la priora (Ana de la Encarnación) consulte con ella los negocios del convento.

Ciertamente Santa Teresa debió percibir la valía de esta mujer para encomendarle algo tan importante como la formación de las nuevas vocaciones cuando la misma Ana todavía no había realizado su profesión, y esto también nos sitúa en hasta qué punto Ana había interiorizado y asimilado el estilo teresiano.

sábado, 18 de junio de 2011


(parte 20)

Adelantamos que en al capítulo general de Madrid de 1588, Doria había instaurado en la orden del Carmen la llamada consulta como gobierno permanente de frailes y monjas. En su organizaci{on de la descalcez, cada vez m{as numerosa y más extensa y, que duda cabe, con nuevos problemas de gobierno, la consulta estaba destinada a juzgar todos los problemas de las comunidades, a la vez que poseía poderes para nombrar priores y prioras, predicadores y confesores, disponiéndose así a controlar, de alguna manera, las conciencias, y determinando, asimismo, el destino y la permanencia de los religiosos en cada convento.
La "gran máquina" como, muy significativamente, la llamará María de la Encarnaci{on (Salazar), centralizaba el Carmen descalzo, supeditando totalmente las descalzas, pioneras y alma de la reforma, a los frailes. Mermaba, además, de manera sensible, los más justos y esenciales derechos de las monjas en relación a su propia dirección espiritual: la libertad de confesores: el antiguo caballo de batalla de Teresa de Jesús. La regla y las constituciones se desfiguraban y el auténtico espíritu teresiano como forma de vida y muerte podía eclipsarse, como se eclipsaba su humanismo: la gracia de la reforma iniciada en 1562 en San José de Ávila.
Ana de Jesús fue consciente de las acontecimientos que agudamente se perfilaban y de sus eminentes y dolorosas repercusiones. Desde Lisboa, Jerónimo Gracián, el antiguo provincial destituido y María de San José (Salazar), la priora amiga, no dejaron de advertirla del peligro que corría la descalcez. No creo que la instigaran, como se ha sostenido, Ana poseyó para bien o para mal, una personalidad muy poco dúctil; nada influenciable. Sencillamente conulgaba con las ideas y el espíritu de los mas dilectos hijos de Santa Teresa. Con el mejor estilo teresiano consultó el particular con téologos y letrados. Acudió a los amigos de siempre: Domingo Báñez, Teutonio de Braganza, Luis de León.
Incluso, falta de la astuta manera de ser de su madre fundadora, parece que manifestó al propio Doria sus intenciones: la petición a Roma en 1590 del mentado breve, bien llamado Salvatoris, que confirmase las leyes, herencia de Santa Teresa, y que desde el principio de la reforma habían aprobado todos los capítulos y todos los superiores que había tenido la descalcez.
Antes, en 1588, a manera de defensa o de indirecta oposición, había hecho reimprimir en Madrid las Constituciones de Alcalá, promulgadas por la fundadora en 1581; las que el breve quería defender y que Ana defenderá, conservará y seguirá siempre.

miércoles, 8 de junio de 2011

EL CAMINO DE ANA I


En el camino hacia el convento en julio de 1570 pasa por la ermita de Nuestra Señora del Puerto, distante una legua de Plasencia, a la que tenían gran devoción los antepasados de la familia Lobera, adonde ella había ido muchas veces descalza y rezando el rosario. Bajó de la cabalgadura a despedirse por última vez de la Santísima Virgen y pedirle su bendición con hartas lágrimas. Y aquí se cierra una parte de la vida de Doña Ana para comenzar otra: la de Carmelita Descalza.

sábado, 4 de junio de 2011


(parte 19)

Ponía los ojos en el verdaderamente Santo Fray Juan de la Cruz, de quien tenía tan grande experiencia, como satisfacción; y quien la San ta le había dado por Maestro. No trataba de faltar a la obediencia, quien procuraba más libre a su prelado; no intentaba vivir a sus anchuras, quien escogía por tal al hombre mas celoso y mas santo, que había en su religión (V, II, 323).
 O lo que es peor; echa mano de las narraciones sobrenaturales: horribles visiones habidas antaño, en la época granadina, premonitorias de las zozobras reales de los tiempos presentes y que ambos, Ana y Juan, experimentaron conjuntamente para reforzar, eso sí, un presagio que se verifica:
 De este parecer fue todo el Diffinitorio: solo al Venerable Padre Fray Juan de la Cruz le pareció demasiado rigor y quisiera se tomara otro expediente. Y vale disponiendo Dios a los trabajos que algunos años antes les había mostrado a él y a Ana de Jesús en la visión que tuvieron en Granada. Porque ese voto singular, favorable a las monjas, y por haberse sabido que era él, a quien ellas querían por comisario, le comenzaron a tener por cómplice en el Breve (V, II, 332).
 Pero aquí estamos ya en junio de 1591, en el capítulo celebrado en Madrid, en el momento de total desengaño y derrota de Juan de la Cruz. La oscuridad de la relaci{on, que aunque existiera, forzosamente fue relativa ausencia y crecientes distanciamiento -y que la historiografía antigua vela, silencia, tergiversa o ignora- se ubica con anterioridad a 1590: especialmente en el periodo comprendido en los dos años precedentes a este último.