jueves, 14 de mayo de 2009


Capítulo II
AVILA
EL CARMELO DE SANTA TlRlSA
1. Avila


Ana Lobera es recibida en el monasterio de S. José de Avila por la sobrina de Santa Teresa, M. María de S. Jeró-nimo que, en ese momento, lo gobierna en ausencia de la Reformadora.
La postulante pidió y obtuvo, al día siguiente de su entrada, vestir el sayal carmelitano. Quiso llamarse Ana de S. Pedro por su gran fervor al Santo Apóstol; pero le fue sustituido por el de Ana de Jesús, nombre que la misma Santa habíale propuesto en una carta enviada desde Toledo.
En este monasterio de Avila la joven encontró tan a medidade sus deseos lo que buscaba que, desde los primeros díasse sintió muy a gusto. No encontró dificultad alguna enadaptarse a los rigores de la observancia regular ni a lapráctica de la oración mental.

Después de todo, ¿no estabapreparada, desde hacía mucho tiempo, por su vida de penitencia y de oración?
Aquí era menos difícil que en elmundo donde, en la vida de a diario, a veces exigente, le erapreciso tener que aceptar el diferir, con bastante frecuencia,las ocasiones de oportuno retiro para la meditación.,Aquítampoco tenía necesidad de ocultarse: bastaba con entraren el ritmo de una vida ordenada, hora por hora:
de talmanera que en el monasterio todo giraba en torno a laoración interior. Con sus manos que, a decir de Manrique "eran despreciadoras del trabajo", por lo incansables; con un físico habituado desde la infancia a someterse a las más duras exigencias de la voluntad; con un alma remontada ya, según el testimonio del propio confesor, a los grados de la elevada vida contemplativa, ¿cómo iba a sentir la menor desorientación en esta Comunidad del Carmelo?
Ni inadaptación... ni dificultad.


Y, no obstante, fue cuando le sobrevino la prueba tal vez más inesperada: sintió hambre. No debemos aminorar esto porque fue realmente una grande tentación. Nos preguntaremos extrañados: ¿por qué esta prosaica exigencia de la naturaleza en la "Reina de las mujeres", en esta contemplativa elegida de antemano por la misma Santa como su colaboradora? Acaso fue para que, desde su entrada en el Carmelo, aprendiera el gran principio del buen sentido teresiano: es necesario apoyar firmemente en el suelo los dos pies, a pesar de todos los arrobamientos. Tan atormentada fue por el hambre, que no pudo ocultársele a la Hermana cocinera; quien obtuvo de la Priora, sin que la novicia lo supiera, poner en el refectorio, debajo de su servilleta, una ración más de pan.


Este detalle, en los comienzos de la Reforma Teresiana, dice mucho y, demuestra, a su vez, que no se hacía en balde el voto de pobreza. En el monasterio de S. José de Avila se contentaban, a veces, por todo alimento, con un huevo a la hora del almuerzo. Y los otros conventos, ya fundados en esta época, no parecen haber sido más favorecidos. Añadíase a esto, la tan precaria instalación de todas sus fundaciones. Cualquier casa, algo espaciosa, bastaba para su adaptación. La Fundadora medía de un vistazo" sus espacios y sus posibilidades: un aposento se convertía en Capilla, un cuchitril en coro, un desván en dormitorio corrido..., en espera, en ocasiones largas, del convento definitivo.


Una sola cosa interesa a Teresa de Jesús: fundar el pequeño núcleo de vida interior en cualquier ciudad o comarca donde fuera posible influir, dilatarse y echar profundas raíces. Las condiciones materiales eran, en ocasiones, increíbles. Baste pensar en la fundación del convento de Salamanca donde Ana de Jesús no tardará en residir. Santa Teresa ha contado en su libro de las "Fundaciones", la noche de pesadilla que pasó, en compañía de una sola religiosa, en la mala casucha de la que tomó posesión a disgusto de una contrariada patota de estudiantes.
Estos tiempos primitivos, de la Reforma de la Orden, fueron el verdadero milagro teresiano. Esta mujer de 55 años, minada y sostenida, a la vez, por la contemplación; sola, haciendo frente a todo y a todos, consiguió consolidar una obra que, tras cuatro siglos de duración, aún sigue sin cambios esenciales. Construía en la precariedad a base de ingenio y de oración y pasaba, de una a otra región de España, centralizando en su espíritu y en su corazón, las inquietudes materiales y espirituales de todos los monasterios que había fundado aquí y allá.


Por supuesto que todo esto se explica con la gracia de Dios bajo cuya moción Teresa trabajaba. Pero la gracia de Dios se servía también de ella como de un instrumento elegido. Teresa servíase, a su vez, de cierto clima de Conquista y heroísmo de la España de esos momentos. Así como España tuvo un puñado de conquistadores fascinados por la aventura, al mismo tiempo tuvo estos aventureros de la Fe y del Amor cuyas miradas se dirigían muchos más allá de los horizontes de los mares más lejanos. Abrasados con el fuego del Espíritu, nada les parecía imposible o dificultoso en demasía, por ganar almas para Cristo de sangrantes llagas, pero coronado, si bien fuera de espinas.


Dios había encontrado ciertamente a Teresa. Pero Teresa, encuentra también, cuando es preciso y en el momento oportuno, hijas y hermanas cuyas almas estaban dispuestasa todas las ascensiones. El acelerado ritmo de las almas que, a zaga de la Santa Fundadora, corrían por el Camino de la Perfección quemando etapas sin tomarse reposo alguno, correspondía también al acelerado ritmo de las Fundaciones. Si, entre las primeras Carmelitas Descalzas, se encontró alguna que descollara por encima de las demás, esa fue, por antonomasia, Ana de Jesús.
Su noviciado en Avila apenas sí duró. Y, como podemos suponer, no era ya una principiante, en los caminos del espíritu, al momento mismo de su entrada en él. Dijimos ya que las carillas manuscritas que llevó en su equipaje, contenían avisos orientadores de su Padre espiritual y algunas cartas de S. Juan de Avila. Sabido es que, la mayor parte de las mujeres, jóvenes y adultas, de entre las que Santa Teresa elegía las primeras Carmelitas de su Reforma, pertenecían a esos núcleos de vida interior que se encontraban con relativa frecuencia en la España católica de su época. Pequeños grupos similares de laicos, entregados a la práctica de la vida interior, se encontrarán, un poco más tarde, en la Francia hugonota donde, por lo demás, ya existían en tiempos de Santa Teresa, aunque sin tanta cohesión.
Lo que faltaba aún, a la novicia de Avila, era la formación teresiana, la introducción en la espiritualidad carmelitana descalza propiamente dicha. La ocupación de formarse en el perfecto espíritu teresiano, debió de suponerle un esfuerzo poco laborioso por su fervor y perfección traída del mundo, por su capacidad de asimilación, pero, sobre todo, porque la misma Santa Teresa se encargaría de mostrarle el objetivo a alcanzar y su camino.