lunes, 19 de abril de 2010

Ana de Jesús


No fue la madre Ana escritora por vocación, ni por obediencia, en un mundo, el teresiano, familiarizado con la escritura, y en un circulo formado por eminentes escritores -santa Teresa, san Juan, Jerónimo Gracián, Maria de san José-, y al que por derecho propio perteneció. Es ama que cuando le pedían ue escribiese -y lo hizo con más que correccitin cuando convino, como hemos visto (a y hemos de ver (lo)- solia responder, saliendo al paso con humor: "Escrita me vea yo en el libro de la vida, que otros escritos no los apetezco" ("l. Y, sin embargo, será justamente ella la que asuma
con celo y tesón la tarea de rescatar de la Inquisición, y publicar luego, los escritos de Santa Teresa de Jesús (12), tarea que ha de llenar y marcar los años de su priorato en Madrid y con la que, en principio, salvaguarda la herencia espiritual teresiana materializada en ! escritura, pero empresa que habrá de completar con la no menos importante transmitida en el seno de la vivencia y convivencia conventual, cuando en 1591, se erija, asimismo, en defensora de las Constituciones teresianas primitivas (13),
frente a las innov;iciones distorsionadoras introducidas por el nuevo Provincial y primer
General descalzo, Nicolás Doria (14).


por: María Pilar Sorolla

jueves, 1 de abril de 2010

Ana de Jesús: Testigo de hoy

El primer gran testimonio de Ana de Jesús es haberse identificado plenamente con una vocación que le llama a la amistad y comunión con Dios y con sus hermanos. Llamada profunda del ser humano para el que no pasan los años ni los siglos.

Ana es testigo del amor de Dios. Lo primero de todo es remarcar lo fundante en su vida: Dios, de quien sintió la llamada y por quien entró en el Carmelo. Recordamos como ella misma lo dice: “el tronco de todos es Dios, principalmente a Él hemos dado nuestros corazones”[79].

Ana es una mujer de profunda vida teologal. Así le habla a un amigo agobiado por sus problemas: “Sea, sea espiritual y acordárese en faltando almohada que no tuvo nuestro Maestro en qué reclinar su cabeza. Y ocupado en este santo pensamiento y otros semejantes, crea le proveerá Dios de todo lo necesario y sin milagro. Lo vemos si tenemos fe; y si desconfiamos, no bastan todas nuestras diligencias a procurarlo”[80].