martes, 6 de octubre de 2009

"ANA DE JESÚS, Profeta de ayer y de hoy"


En pleno siglo XVI Santa Teresa supo rodearse de hombres y mujeres de gran altura humana y espiritual. Una de esas mujeres fue Ana de Lobera, conocida también por Ana de Jesús. Una mujer que buscó su lugar en la Iglesia y lo encontró en el carisma de Teresa de Jesús; que lo vivió a fondo y luchó por él en momentos de persecución e incomprensión.


Ella es también una profeta que defendió el don que el Espíritu había dado a la Iglesia con el carisma teresiano-sanjuanista ante quienes querían manipularlo o deformarlo. ¿Qué puede decir esta mujer del siglo XVI a los carmelitas de hoy? Como a todos los profetas, para entenderle mejor hay que conocer su situación histórica, por qué ideales luchó, movida por qué criterios, para que nos dé luz a los que hoy buscamos una fidelidad creativa discerniendo los signos de los tiempos.



La vida de Ana de Jesús se abre en Medina del Campo el 25 de noviembre de 1545, ese mismo día es bautizada con el nombre de Ana de Lobera y Torres, aunque no se conoce el acta de bautismo. Es hija de Don Diego de Lobera y doña Francisca de Torres. Sus padres son conocidos entre la nobleza española, pero tienen escasas rentas. Tiene un hermano mayor: Cristóbal de Lobera, que más tarde será jesuita. A los pocos meses de nacer la pequeña Ana, muere su padre.
Quedó “sordomuda” hasta los 7 años (quizás por el trauma de la muerte de su padre, no se puede saber). Para sorpresa de todos, de pronto rompe a hablar y, enseguida, aprendió a leer y escribir con rapidez, demostrando una vivaz inteligencia. Ese mismo año recibe la primera comunión.


Al cumplir los nueve años muere su madre y los dos hermanos quedan bajo la tutela de su abuela materna. La niña Ana tiene el mismo impulso que Santa Teresa y acude a una imagen de la Virgen María y le ruega que en adelante sea su Madre. Desde su infancia tenía gran devoción a la Virgen a la que rezaba el Oficio parvo. También por entonces tomó la costumbre de rezar un Avemaría de rodillas cuantas veces se despertase por la noche.


A los diez años hace voto de castidad pero su abuela, que quería que se casase, invalida la promesa como tutora; sin embargo, la niña siguió firme en su propósito y dijo que si no era posible por sus pocos años, lo renovaría todos los días hasta que tuviese la edad para hacerlo perpetuo. Vemos ya aquí el germen de su tenacidad insobornable de la que más adelante hablaremos.


1560, Ana tiene 15 años. La joven Ana tiene aventajado ingenio, bondadosa austeridad de carácter, apacible condición, discreta y extraordinaria hermosura. Ana es una joven libre, no quiere someterse a un obligado matrimonio, por muy ventajoso que se lo pinten. La abuela debía de insistir tanto que finalmente, para evitar los pretendientes, se va junto con su hermano a vivir a Plasencia con la abuela paterna. Pero su otra abuela también quiere casarla y le rodean (de nuevo) los pretendientes. Ana ya no tiene “escapatoria”, ni a donde ir.


Pero toda su vida demostrará saber salir airosa de situaciones límite, y esta energía ya la tenía entonces Ana de Lobera. No queda más remedio que hacer algo público que deje bien claro su opción. A finales de año es la fiesta de primera misa de un joven sacerdote de la familia en Plasencia. Ana se cree con derecho de decidir por sí misma su futuro en la vida, pero ya debe de temer que su abuela acabe comprometiéndola sin su consentimiento así que aprovecha la ocasión para presentarse vestida de penitente y no tener que volver a discutir su futuro religioso con la familia.


En 1561 hace voto de entrar en la religión más estrecha y promesa de no darse gusto en nada.
Sin embargo, no se precipita. Vive en Plasencia 10 años (1560-70). Durante este tiempo ella vivió en intensa oración y penitencia. Empleaba las tardes en los hospitales cuidando a las mujeres enfermas y daba a los pobres cuantas limosnas podía. Si le quedaba algún rato hacía encajes y ropas de iglesia.


Doña Ana no vive su inquietud religiosa a solas, convivía con un grupo de jóvenes de la familia, todos con ansias de consagrarse a Dios; su hermano, que entró jesuita en 1560 y dos primas: María de Lobera que entró en Salamanca como Carmelita Descalza (1572) y María de Cabreras en las Clarisas de Plasencia influenciada también por el buen ejemplo de su prima. Así se inicia en algo tan teresiano como unir amistad con vocación y tener un grupo de contraste.


Ana de Lobera se pone bajo la dirección de Pedro Rodríguez, fundador del reciente colegio de la Compañía en Plasencia. La Compañía de Jesús era la corriente más nueva e innovadora en la Iglesia y en España. El P. Pedro es un hombre adornado de letras y virtudes (“espiritual y letrado”, que diría la Santa). Ana se hace “beata de la compañía” (1562) y bajo esta dirección va adelantando en la práctica de las virtudes, fervor y perfección.


Como Ana tenía “resabios de hidalguía”, su director le mandaba cosas que le fuesen limando esto, y le mandó obedecer en todo a su prima María (también dirigida de él) para poder trabajar este aspecto. Cada vez tiene más claro que desea ser monja, pero no se hace religiosa por no encontrar un convento a su propósito, evidentemente no por falta de monasterios, sino por falta de identificación vocacional con las opciones que había.


Pero en 1569 el P. Pedro es destinado a Toledo y allí conoce las fundaciones que por entonces andaba realizando la madre Teresa de Jesús y al año siguiente avisa a su dirigida contándole un resumen de la regla y Constituciones. Doña Ana responde que lo trate él con la Madre Teresa, para que le indique el lugar donde quiere que ingrese.


La Santa la admite, le manda curarse de la enfermedad que tenía (fiebre cuartana o malaria) y que se venga a la fundación que quiera, aunque le recomienda Ávila por ser ella allí priora. Quedaba el impedimento de sus dos abuelas, que se oponen a la vocación de Ana, pero ambas mueren en breve (en marzo y mayo).


En el camino hacia el convento en julio de 1570 pasa por la ermita de Nuestra Señora del Puerto, distante una legua de Plasencia, a la que tenían gran devoción los antepasados de la familia Lobera, adonde ella había ido muchas veces descalza y rezando el rosario. Bajó de la cabalgadura a despedirse por última vez de la Santísima Virgen y pedirle su bendición con hartas lágrimas. Y aquí se cierra una parte de la vida de Doña Ana para comenzar otra: la de Carmelita Descalza.


Por Mª del Puerto de Jesús, ocd
Publicado en Revista de Espiritualidad